ENSEÑAR ARQUITECTURA
Quizá responsabilidad sea la palabra clave, lo que te pone nervioso desde el primer día que participas del otro lado del aula. Creo que sería un error dar por hecho el mismo sentimiento por parte de los estudiantes, es, más bien, el objetivo. Desde luego, en nosotros no puede dejar de estar presente, ni siquiera por causa de la rutina. La responsabilidad que se siente cuando uno enseña arquitectura debiera ser semejante a la de construir, si no mayor. Considerar la vocación docente innegociable e invencible en los profesores sería un buen punto de partida para poder hablar de métodos didácticos, pero ningún debate es válido si en los maestros no está la responsabilidad, el compromiso y la entrega a flor de piel. Desde mi perspectiva, utópica seguramente, es difícil de entender que un arquitecto no quiera ser profesor al ser consciente de la relevancia y repercusión que tienen las consecuencias de una mala formación en nuestro ámbito. Casi me atrevería a decir que un arquitecto no lo es si no construye, escribe y enseña, y si tuviese que quitar una, no sería, en ningún caso, enseñar.
Así pues, sin entender aún en qué modo se optimiza el aprendizaje, sería conveniente situarse en un lugar de arranque no sujeto a elucubraciones teóricas ni a planes docentes sino a la seguridad y el vínculo que otorgan la pasión, la utilidad, la solidaridad… Antes de pensar en métodos, decíamos, hemos de hablar de cómo se entiende la arquitectura y acordar unánimemente que aquellos que sepan más reciben el compromiso generacional de conseguir que todos, no sólo los alumnos, lleguen a saber más. No sé hasta dónde se puede ser radical con esta idea, pero no concibo una formación sin estos componentes tan humanos, sin adquirir una visión del tiempo amplia que fuerce a pensar en generaciones. Considero fundamental entender, sin fisuras, que no puede haber mala arquitectura nunca más, que la arquitectura sólo es arquitectura cuando es buena y un arquitecto que no contribuye a un mundo mejor no es arquitecto y no debe tener título. La obligación es nuestra, de los arquitectos docentes (aunque para mí, como digo, el adjetivo es redundante). Es, primero, sentimiento, luego lógica y razón.
La pregunta, entonces: ¿de qué manera se consigue una formación que se entienda siempre como inacabada pero suficiente para desarrollar un criterio que apunte sin vacilar al progreso, a la justicia y a lo eminentemente humano? Es remarcable que en la actualidad tal vez ninguna escuela de arquitectura tenga un sistema de enseñanza que se pueda considerar fuera de los estándares conocidos. Algunas se acercan más al arte, otras son casi una ingeniería, otras se refieren casi prácticamente a una escala determinada (sea la urbana o la de la habitación) y el resto se mueven en el espacio que parece, apriorísticamente, el que le corresponde a la arquitectura de manera más fiel. Nadie da un paso más ni en la profundidad de los métodos docentes ni en excentricidades como las dietas de Itten en la Bauhaus. Esto, de partida, no es ni malo ni bueno. Sin embargo, cuando uno habla desde dentro de un sistema es difícil coger distancia y las diferencias entre métodos y países aparecen insalvables. La realidad es que, por desgracia, dicha disparidad se demuestra depreciable al comprobar que se construye del mismo modo en todas partes: mal. Se puede afirmar sin riesgo a equivocarse que la arquitectura basura anónima nos rodea constantemente y, lo que es peor, el porcentaje de construcciones repulsivas se mantiene en la arquitectura de autor. Esto es gravísimo. Evitar esto es el más importante objetivo de una escuela de arquitectura. Esto es trascendental subrayarlo: por encima de que se sepa más de una cosa que de otra, de que se sepa más de construcción o del dinero que se pueda ganar, todo alumno debe salir de la carrera garantizando que no va a construir mal. Con construir me refiero a ocupar lugar de nuestro planeta y, con mal, a convertirlo en un lugar peor. Josep Quetglas sobre un aforismo de John Ruskin dice:
“No construyas si puedes evitarlo»: aforismo que debiera grabarse en piedra en cada cruce de caminos, si eso pudiera hacerse sin erigir ningún monolito. No hay que leerlo como síntoma de elitista desprecio por la actualidad, o como sentimental preferencia por lo vetusto, sino como recordatorio preciso del origen y objetivo de la arquitectura. Arquitecto no es aquél que construye, sino aquél que da sitio a las actividades humanas. Si, para hacer sitio, para dar lugar, es inevitable o conveniente construir, entonces constrúyase. Pero no siempre es necesario. Y, en todo caso, nunca construir es el objetivo de la arquitectura sino el mal menor.[1]
Sin embargo, pienso que aún más efectivo que grabarlo en cada cruce de caminos sería hacerlo en la mente de cada alumno de arquitectura. Enseñar esta cita hasta que la hagan suya. No se puede tener más respeto por la arquitectura que suscribiendo este fragmento, no se puede hacer un proyecto sin que ésta sea tu máxima.
Pero, ¿cómo es posible que la arquitectura sea fundamentalmente mala? Desde la óptica de un estudiante, desde la de un arquitecto, desde la del profesor, ¿cómo se explica esto? ¿Podemos afirmar que es sólo la falta de educación en los promotores? En ese caso deberíamos respondernos como arquitectos: ¿cómo de indignos somos por vendernos y no hacer lo que hemos aprendido a respetar y estudiar durante años con dedicación y pasión? Tal vez no hayamos aprendido eso. ¿Será, entonces, que es imposible escapar de un sistema opresor que controla el dinero que construye? Rápidamente debiéramos cuestionarnos: ¿cómo es posible que no consigamos hacer de la arquitectura del sistema una arquitectura de calidad? Quizá tampoco sea ese el problema primero y sólo una consecuencia.
Ahora bien, ¿Y la dispersión? ¿Qué es la arquitectura hoy? ¿Cuántas respuestas hay a eso? ¿Cincuenta distintas por escuela? ¿Cien? ¿Y si todos pensamos que lo que hacemos es válido y lo defendemos con nuestro argumentario personal siempre imposible de generalizar? ¿Cuántas virtudes otorga realmente pensar que la arquitectura es lo que uno quiera, que somos “libres”, que la técnica y la forma están por fin a nuestro servicio tanto para hacer joyas, como videojuegos, como colegios? Ahí, en la vaguedad, en la ambigüedad, en la novedad que aún no ha demostrado su validez, se mueven con facilidad conceptos tan imposibles de definir como manidos tales como libertad, espacio, ecología… Ese empoderamiento del individuo, la soberbia que transforma de nuevo el fondo en figura, está el germen del problema. El relativismo está instaurado en las escuelas y, ante eso, ningún plan puede surtir efecto.
Lamentablemente, la figura que al principio dibujábamos del arquitecto responsable que se entrega por vocación a la docencia no es siempre la realidad. Además, es difícil de controlar sin caer en un autoritarismo anacrónico. Resulta entonces un problema saber quiénes cumplen los requisitos para hacerlo en la manera óptima. Óptimo es un superlativo que no deja grietas; es, por tanto, muy científico. Hay que exigir la excelencia a los profesores más que a los alumnos. Bien, esto es imposible, no conduce a nada pretender que sólo sean profesores perfectos y su actitud sea igualmente ejemplar. El único paliativo que homogeniza esta situación es entonces el plan docente, del cual decíamos que es inútil por la independencia total de los individuos que lo llevan a cabo (libertad de cátedra mal aplicada). Por eso, debemos ser extremadamente rigurosos en su elaboración. Por supuesto, esto conlleva seguramente a la eliminación de los picos para bien y para mal, las alas de los genios (¡qué desastre de palabra que ya no significa nada por otorgarle esta cualidad a Messi, Einstein y un estudiante brillante a la vez!) seguramente queden cortadas pero, si volvemos al objetivo número uno (no ya de las escuelas sino de la sociedad como conjunto) no podemos permitirnos construir (literalmente) un mundo peor; entonces, quizás los genios sean prescindibles si eso nos garantiza que no hay desastres usurpándonos las calles. Un ejemplo que creo que ilustra bien esto: Si existe un oasis donde las cosas se hacen mejor en nuestro campo (al menos hasta la década pasada) es Escandinavia por razones que se podrían analizar y estudiar en otro momento. Pero nos interesa ahora el resultado. Como arquitectos si queremos decir grandes figuras geniales británicas podemos decir veinte sin parpadear, italianas igual, españolas, francesas, norteamericanas… Conocemos los países por sus genios en términos arquitectónicos. Ahora bien, ¿Suecia? ¿Noruega? ¿Finlandia? Después de Aalto, Asplund y Lewerentz sólo los estudiosos pueden seguir diciendo nombres propios. Sin embargo, ¡todos los arquitectos estamos fascinados con la arquitectura nórdica! Me valdría también como ejemplo la arquitectura sin arquitectos de Rudofsky. Cuando no hay genios pero sí hay ética, rigor e identidad social, el nivel general se eleva. ¿Hace falta recordar que la estética es la formalización de la ética y que, por tanto, si carecemos de principios éticos, no hay arquitectura?
Cuando parece que salimos del problema, como tantas veces, nos damos cuenta de que sólo hemos empezado a detectarlo. El diagnóstico sobre el control de los docentes ególatras que imparten lecciones para genios y su posible control a través de una constitución académica insalvable nos conduce a pensar: ¿Cuántas Cartas Magnas habría que redactar? ¿Una por escuela, por país, una mundial? Hay tantas escuelas y, por tanto, tantos profesores mediocres que ejemplifican lo contrario a lo vocacional, tantos alumnos insensibles (en el sentido más llano de la palabra) y egoístas, tantos intereses de sectas y lobbies cruzados con algo tan importante como la Universidad… Para colmo, no creo que responda a un motivo único. La proliferación de escuelas se dio antes de la crisis, cuando los arquitectos se forraban, pero ha tenido continuidad cuando no había trabajo y todos los arquitectos, buenos o malos, se metían a profesores en las peores escuelas para subsistir. El engranaje termina de funcionar de maravilla cuando, además, ofreces la posibilidad de ser arquitectos a aquellos alumnos que tienen contactos (sus padres) y dinero (o fe, divisa muchas veces aceptada) pero ninguna intención de aprender arquitectura. Para nada todos los alumnos ni profesores de las incontables pésimas escuelas son así, por supuesto, pero los que lo sean suponen un mal enorme.
Esto nos pone de nuevo contra las cuerdas: ¿cuántos arquitectos puede asimilar un país? Aún peor: ¿de cuántos de ellos puede garantizar el sistema universitario el respeto por los demás, el entendimiento sensible de lo que supone la arquitectura: el tiempo y el lugar? La respuesta, sin ser precisa, es clara: a muchísimos menos de los que tenemos ahora. El sistema meritocrático angloamericano es una atrocidad que refuerza la desigualdad y el sectarismo; bien entendido, sin embargo, como en Finlandia, funciona. Salen anualmente X plazas para cada oficio, tantas como se puedan cubrir con un trabajo digno (la dignidad en España hoy es otra cosa distinta a lo que significa en Escandinavia), ese número no se puede sobrepasar, ni en las privadas, ni con dinero, ni con contactos porque estaría creando un superávit en determinados campos. Están, sencillamente, anteponiendo el bien social del individual, es una decisión de Estado. Claro, cuando se sobrepasa sobradamente el número de arquitectos nos encontramos un país de becarios que trabajan gratis y de arquitectos junior bajo la elección de trabajar como becario o emigrar. ¿Quiénes contratan en estas condiciones? Los malos arquitectos que han obtenido títulos regalados junto con los buenos que consideran una moneda su talento sobrado; muchos de ellos profesores de las escuelas, muchos de ellos ególatras en contra de los planes docentes y dispuestos siempre a pelear con otros profesores por la hegemonía de su comprensión de la arquitectura y la docencia, muchos de ellos: genios. Repito, se ha convertido en una cuestión de Estado, lo cual no nos exime de la responsabilidad.
Solucionar esto nos obliga, claro, a pensar cómo reconducimos nuestra caída libre; dicho de otra forma, de qué manera conseguimos que la formación de todos los egresados sea semejante en tanto en cuanto garantice un mundo mejor. Hay que ser franco: ¿Cómo cerramos universidades? ¿Cómo prescindimos de individualistas con la escala de valores al revés? ¿Cómo limpiamos de relativismo las escuelas de formación? ¿Cómo enseñamos que, si decides no construir al salir, sigues siendo embajador de un mundo más justo y ordenado? ¿Cómo y quién elabora un plan de estudios? ¡Ay! Poco a poco.
Ya sabemos cuál es el objetivo. Sabemos también los problemas que tienen su origen en los educadores y coordinadores. Detectamos que el gran problema de los alumnos es la falta de espíritu crítico. Claro, lo más importante. Para tener espíritu crítico hace falta pasión, inconformismo, principios y conocer, conocer mucho, lo que han hecho otros. No se puede ser artista sin espíritu crítico, arquitecto mucho menos y, desde luego, no se puede responder al también desgastado Zeitgeist, esprit du temps, espíritu de nuestro tiempo. Para mí, la respuesta está en el principio y en el final.
Mies van der Rohe como director de la IIT en Chicago dividía la carrera en tres ciclos, el último, el más avanzado era Arquitectura como arte. Ya antes habían aprendido todo de historia y construcción. Creo que sólo así puedes darles a los alumnos la libertad que se merecen, sólo se puede actuar libremente cuando se conoce todo. Los primeros años de arquitectura deberían ser muy duros y muy difíciles de aprobar, habría que demostrar que se sabe todo y se entiende todo, habría que demostrar categoría moral y las asignaturas en ningún caso serían creativas. Dibujo sería copiar una y otra vez, repetir hasta la saciedad. Proyectos debería ser calcar cientos de miles de plantas y de secciones hasta conocerlas de memoria y manejar el lenguaje de la arquitectura como tu lengua materna. Y luego historia, mucha historia y mucha teoría y mucha ética, mucho libro. Hasta entender. Hasta formar el espíritu. Hasta saber que lo importante es la economía y no el dinero, el dibujo y no la representación, el pensamiento y no la idea, el oficio y no la profesión… Debiera ser muy difícil aprobar una asignatura. Antes, más al principio aún, debemos tener una antesala, como los franceses, que aún no sea arquitectura, un año entero o dos donde se entiendan diferencias entre arte, arquitectura e ingeniería. Es fundamental que los niños dejen de elegir con 17 años un camino cerrado, es un verdadero desastre injusto, tanto para el estudiante como para la sociedad. Tras esta primera fase debe estar asimilado que la arquitectura es un mal menor, lo imprescindible para la actividad humana.
Por otra parte, el final. Un final donde los profesores y los alumnos saben casi lo mismo en la teoría y en los medios. Donde la diferencia debe ser la experiencia y el dominio de las formas. Sólo se harían talleres de proyectos, todos los días. Conferencias magistrales de especialistas. Talleres de materiales. Artesanía y tecnología. Música y pintura como pasatiempo. Práctica fundamentalmente. Viajes y visitas. Exposiciones públicas y jurados con invitados constantes. Un proyecto final de carrera. Una celebración continua con ciclos de cine y debates con los profesores y alumnos de los primeros cursos. Pero aún no acabaría la carrera. Aún tendríamos que demostrar que todos los alumnos están listos, mejor dicho, que las escuelas han cumplido con su parte del pacto. Tendría que haber un examen para todos los arquitectos. La nota sería un 10 o un 0, poder construir o no. Debe ser así de estricto y a largo plazo. La diferencia entre este examen y un M.I.R. médico es que el que se hace en medicina es para seguir formándose, en un sitio o en otro, pero no es un final. El nuestro debería ser una prueba, un listón, un fiel.
Huelga decir que las pruebas de acceso a la universidad para profesores deberían ser igual de duras en todas las universidades, públicas o privadas, todas. El sistema de oposiciones es un doble rasero para las públicas, pero es necesario implantar un examen para ser profesor en cualquier universidad. La excelencia debe ser exigida, antes de nada, a los profesores, responsables del mundo futuro.
Lo que me cuesta entender es por qué no estamos todos enfurecidos. Mi carrera como estudiante estuvo plagada, como la de todo el mundo, de encuentros. Encuentros con malas arquitecturas que se enseñaban en las aulas, encuentros con malas arquitecturas que se construían y con buenas que no se consideraban dignas de ser estudiadas; encuentros con estudiantes compañeros que estaban deseando terminar (y terminaron) para construirlo todo y mal o ponerse al servicio de quien lo fuera a hacer y también compañeros que nunca llegarían al nivel exigible quizás por sus escuelas o las rutas de malos profesores dentro de las mismas. En mi caso, tardé casi ocho años en acabar la carrera, algo que no se pueden permitir económicamente muchas familias y, sin embargo, para mí fue fundamental para entrar en contacto con más cosas durante más tiempo. Ir a curso por año es sinónimo de terminar sin estar suficientemente preparado y eso es un error muy grave del sistema.
Por otra parte, he tenido la suerte de compartir docencia con profesores absolutamente entregados. Luis Martínez Santamaría estaba raro el día que se presentaba el curso, de pie y diciendo frases cortas. Le pregunté si estaba todo bien y me dijo que estaba muy nervioso de ilusión, me quedé completamente impresionado. Estaba mucho más nervioso que los alumnos, tenía muchas ganas de empezar. Le he visto esa actitud ya muchos días en los que se presentan los trabajos o se dan clases importantes. He visto auténtica pasión a la hora de criticar y después más pasión aún a la hora de defender las notas que han puesto a sus alumnos en las correcciones de la cátedra para las notas finales. He visto a los profesores comprometerse de verdad con sus alumnos a la voz sincera de quid pro quo. Se exige esa pasión y ese compromiso. A los profesores, decía, hay que exigirles la excelencia y entonces los alumnos, al menos, tendrán un punto de partida.
Mi realidad como mentor docente es que los alumnos de cuarto año no conocen a Jacobsen ni a los Smithson (los erasmus suizos y alemanes tampoco), alguno de estos profesores trastornados y traidores a su profesión, esta realidad les parece bien o, cuanto menos, lógico en el siglo presente. Pero su sorpresa será superlativa, esperemos, al descubrir que tampoco conocen a Office, Sergison Bates ni a Peter Markli. Estos mismos que se alegraban de ver a Asplund por fin fuera de la “nueva” escuela y que no creen útil conocer a Sangallo, no ven que la cuerda a la que se asen los que hacen buena arquitectura hoy no resiste peso si no está anudada arriba del todo, en la arquitectura firme que entiende las décadas como días. La culpa es suya. Ese pensamiento burgués (ellos claro que conocen la historia) destruye las mentes abiertas. La falta de base teórica, la ausencia de criterio y de sensibilidad, el desconocimiento casi absoluto de la arquitectura, por el otro lado, paraliza la universidad. La escuela de hoy es un pantano donde sólo se aprende en el último curso y cuando te dejan solo enfrentarte al PFC (momento que, para colmo, se ha eliminado hace ahora dos años). No se está enseñando lo correcto y eso está impidiendo que haya respuesta por parte de los alumnos.
A partir de mi experiencia vuelvo a decir que estoy enfurecido: es el mundo lo que está en juego. También concluyo que hay personas más adecuadas que otras para redactar un nuevo plan rector de la enseñanza de la arquitectura. Creo, quizá ingenuamente, que hay esperanza. Nietzsche decía que sólo cuando soltábamos la rama y caíamos del todo podríamos levantarnos. Pues bien, no creo que soltemos la rama pero tiene que estar a punto de romperse ella sola. Por tanto, aunque sea involuntaria la caída, creo que tenemos que tener esperanza y estar preparados para estar al nivel. Me quedo con ganas de decir que debiera haber un único plan, los profesores, a través de su experiencia y en los últimos cursos, serían responsables de pasar el relevo de la identidad y del saber hacer de cada lugar. Hay que cerrar universidades basura y echar profesores basura. Hay que cargarse de criterio. Hay que apasionarse y, hoy, enfurecerse. Hay que poner en valor lo que nos jugamos: la arquitectura es un mal menor; el mundo no.
¡Arquitectos, escultores, pintores, todos debemos volver a la artesanía! Pues no existe un “arte como profesión”. No existe ninguna diferencia esencial entre el artista y el artesano. El artista es un perfeccionamiento del artesano. La gracia del cielo hace que, en raros momentos de inspiración, ajenos a su voluntad, el arte nazca inconscientemente de la obra de su mano, pero la base de un buen trabajo de artesano es indispensable para todo artista. Allí se encuentra la fuente primera de la imaginación creadora.
¡Formemos pues un nuevo gremio de artesanos sin las pretensiones clasistas que querían erigir una arrogante barrera entre artesanos y artistas! Deseemos, proyectemos, creemos todos juntos la nueva estructura del futuro, en que todo constituirá un solo conjunto, arquitectura, plástica, pintura y que un día se elevara hacia el cielo de las manos de millones de artífices como símbolo cristalino de una nueva fe. [2]
[1] Quetglas J. (2004). Artículos de ocasión. Barcelona, Gustavo Gili.
[2] W. Gropius. Manifiesto Bauhaus. 1919.